miércoles, 12 de mayo de 2010

Felipe Villanueva y Ricardo Castro: Dos Puntales Pianísticos

Sin duda alguna, México tuvo dos puntales pianísticos: Felipe Villanueva y Ricardo Castro. Villanueva (1862-1893) nació en Santa Cruz Tecamac, Estado de México, un pueblito con mayoría de habitantes indígenas que no hablaban castellano. Su hermano Luis le enseñó violín; su primo, Carmen Villanueva, organista del templo del lugar, le enseñó piano; y el director de la banda de Tepexpan, Hermenegildo Pineda, le enseñó rudimentos de armonía. De esta forma, a los seis años de edad ya tocaba el violín en la iglesia del pueblo y componía, basado en su intuición, su asombrosa capacidad creativa y su vocación[1].
En 1873 emigró a la ciudad de México, en busca de mejores oportunidades, no sin antes componer El último adiós, dedicada a sus padres, y La despedida, dedicada a Pineda. Se inscribió al Conservatorio pero, posteriormente, lo abandonó, sin tenerse claras las razones. En 1883 cursó seis meses de estudio con Julio Ituarte. A partir de 1884 se convirtió en profesor de piano y abandonó sus labores como violinista, que había sido su base de sustento. En 1886 se asoció con Ricardo Castro, Gustavo E. Campa, Juan Hernández Acevedo, Ignacio Quezadas y Carlos J. Meneses, formando el “Grupo de los Seis”, con la finalidad de crear un Instituto Musical en el que pudieran poner en práctica sus teorías y enfoques para la enseñanza del piano y la música. Pretendían eliminar el italianismo de la música de la época mediante la introducción de autores franceses, rusos y alemanes[2].
Eugen d’Albert visitó México en 1891 y, entusiasmado por las obras de Villueva, tocó sus tres mazurkas en el Gran Teatro Nacional, además de felicitarlo calurosa y efusivamente ante el público. Lo anterior consagró a Villanueva como el héroe del momento, al ser reconocido por un gran virtuoso europeo. Un año después, Meneses, Campa y Villanueva formaron la Sociedad Anónima de Conciertos. La labor de compositor de Villanueva fue muy interesante: varias mazurkas, motetes para voces y piano, fragmentos de un Requiem, un minueto, una hoja de álbum, once danzas humorísticas, diversos valses, una zarzuela y su ópera Keofar. La más famosa de sus obras es, innegablemente, su Vals Poético, evocador de la reservada nostalgia mexicana del siglo XIX. Villanueva experimentó con polirritmos, la mano izquierda tocando en 3/4 y la derecha en ritmo de 4/4, poco antes de que Charles Ives lo hiciera. Murió muy joven y, al parecer, al morir no tenía todavía el nivel que su talento parecía haber podido alcanzar[3].
Por otro lado, indudablemente, uno de los más importantes pianistas y más valiosos compositores de este país fue Ricardo Castro (1864-1907), oriundo de Durango. Inició sus estudios musicales a los seis años y antes de su adolescencia había compuesto diversas piezas de salón. A los trece años se mudó con su familia a la capital del país y en 1879 se inscribió en el Conservatorio, siendo alumno de Melesio Morales y Julio Ituarte, graduándose en 1873. Ofreció numerosos conciertos en el país, siendo la obra que lo consagró en definitiva en el gusto del público mexicano, el Vals Capricho para piano. Castro tenía mayor vocación de creador que sus antecesores pianísticos, escribiendo en 1883 su Primera Sinfonía[4].
En 1885 viajó a Estados Unidos y tocó en Nueva Orleans, Washington, Filadelfia y Nueva York. A su regreso a México fue recibido como un conquistador victorioso y se dedicó a dar clases de piano y a componer. Entre sus obras se encuentran diversas gavotas, valses, mazurkas, danzas, dos nocturnos, una balada, un minueto, una polonesa, su Segunda Sinfonía, entre otras. Dio clases en el Conservatorio y, en 1895, formó la Sociedad Filarmónica Mexicana. Además, en 1900 se estrenó, en el teatro Renacimiento, su ópera nacionalista, Atzimba, con gran éxito. Un año después, el director del periódico El Imparcial, le ofreció una pensión por el monto de su sueldo como profesor en el Conservatorio, para que se dedicara por completo al estudio y la composición[5].
El presidente Porfirio Díaz le ofreció a Castro la posibilidad de perfeccionar sus conocimientos en Europa y, en 1902, se fue a Francia. Tocó diversas obras de su autoría en París, Berlín y Londres, y, de igual forma, varias de ellas fueron publicadas por casas editoras de Francia y Alemania. Regresó a México en 1906, lleno de gloria, experiencia y optimismo, y un año después fue nombrado director del Conservatorio, poniendo en el poder al “Grupo de los Seis”. Algunas de sus aportaciones en la enseñanza de la música fueron observaciones sobre la postura del ejecutante, así como de la posición y uso de los dedos y manos para aprovechar al máximo la fuerza del intérprete[6].
Otra de sus facetas fue la de crítico musical, colaborando en El País, El Imparcial, El Entreacto y El Arte Musical, para los que escribía reseñas de presentaciones musicales, análisis de óperas y diversas obras de artistas nacionales y extranjeros, además de comparaciones de intérpretes europeos. Murió a causa de una neumonía que terminó con su vida en menos de 48 horas[7].
Después de la muerte de Ricardo Castro, el piano entra en una gran decadencia en nuestro país, a pesar de que aparecen dos pianistas de gran envergadura, José Conrado Tovar y Antonio Gomezanda, quienes por diversas razones no dieron el fruto que su talento prometía[8].
Referencias
[1] Velazco, J. El pianismo mexicano del siglo XIX. Anales II E50, UNAM, 1982, pp. 205-239.
[2] Ibid.
[3] Ibid.
[4] Ibid.
[5] Ibid.
[6] Trillo Rojas, V. Al rescate de la memoria artística de México. Ricardo Castro (1864-1907). CONACULTA. Boletín de la Biblioteca de las Artes, núm. 2, otoño 2007, pp. 17-20.
[7] Ibid.
[8] Velazco, J. Art. Cit.

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